Isis Sin Velo - [Tomo III]

Capítulo 49

GRADOS DE INICIACIÓN

Proclo (126) nos informa de los diversos grados de iniciación, diciendo:

El rito purificador (...) precede en orden al de la primera iniciación (muesis), y ésta a la iniciación final (epopteia, apocalipsis o revelación).

Theon de Esmirna (127) divide la iniciación en cinco grados y dice sobre el particular:

El primer grado es el de previa purificación, porque los Misterios no se comunican a cuantos desean conocerlos, pues hay algunos a quienes el voceador (...) niega la admisión. Los admitidos han de purificarse mediante ciertas prácticas que preceden a la iniciación... El tercer grado es la epopteia o revelación. El cuarto confiere la dignidad sacerdotal o hierofántica, cuyo símbolo es la coronación (128). El quinto grado, consecuencia de los cuatro anteriores, es la amistad e íntima comunicación con Dios (129).

Algunos autores dudan y los cristianos niegan que los “paganos” pudieran lograr semejante “amistad y comunicación con Dios”, pues afirman que únicamente los santos de la Iglesia católica son capaces de elevarse a tan excelso estado. En cambio, los escépticos extienden la negación a paganos y cristianos. Al cabo de largos siglos de materialismo religioso y parálisis espiritual, es muy difícil si no imposible esclarecer este punto. Ya no existen los atenienses que un tiempo se congregaban en la plaza pública de Atenas ante el altar dedicado al “desconocido Dios”, y sus descendientes creen que la desconocida Divinidad es el Jehovah hebreo. A los divinos éxtasis de los primitivos cristianos han sucedido visiones de índole más adecuada a la civilización y progreso de los tiempos. La figura de Jesús es hoy menos fulgurante (130) que la del “Hijo del Hombre”, a quien los primitivos cristianos representaban descendiendo del séptimo cielo sobre nubes de gloria, rodeado de ángeles y serafines.

Desde el grandioso concepto que de la Divinidad inmanifestada tuvieron los antiguos adeptos, hasta las grotescas representaciones de Aquel que murió en la cruz por amor a los hombres, han transcurrido largos siglos, cuya pesadumbre parece haber extinguido en el corazón de los cristianos todo sentimiento religioso puramente espiritual. No es maravilla, pues, que los cristianos nieguen a los paganos la posibilidad de “unirse y comunicarse amistosamente con Dios”, según nos dice Proclo, y que por otra parte tengan los materialistas por quimérica esta aseveración, aunque, no obstante negarla, denotan menos impiedad y ateísmo que muchos clérigos.

Pero si bien ya no existen los Misterios eleusinos, todavía hay un pueblo muy anterior a los orígenes de Grecia donde perdura el ejercicio de las facultades llamadas sobrehumanas, tal como las ejercitaron sus antepasados siglos antes de la guerra de Troya. Este pueblo es la India, hacia la que debieran convertir su atención los filósofos y psicólogos occidentales, que en su mayor parte ni sospechan siquiera las profundidades de la secreta filosofía indica. Los orientalistas tratan con petulante aire de superioridad cuanto se refiere a la metafísica de los indos, como si la mente europea fuese la única capaz de pulir el bruto diamante de las antiguas obras sánscritas y separar lo bueno de lo malo en provecho de la posteridad. Así disputan los orientalistas unos con otros acerca de las externas formas de expresión, sin la menor idea de las supremas y vitalísimas verdades que encubren a la comprensión de los profanos.

Dice sobre esto Jacolliot:

Por regla general, los brahmanes pertenecen a la categoría de grihasthas (131) o purohitas (132), es decir, del primer grado de iniciación, que no obstante poseen facultades educidas hasta un punto desconocido en Europa. En cuanto a los iniciados de segundo y tercer grado, afirman que no tienen limitación de tiempo ni espacio, y ejercen dominio sobre la vida y la muerte... Pero a estos iniciados no se les ve jamás ni siquiera en el interior de los templos, excepto en la solemne fiesta lustral del fuego. Entonces aparecen a media noche sobre una tribuna levantada en el centro del sagrado estanque, como espectros que con sus conjuros iluminan el espacio. En su torno se eleva una refulgente columna de luz que abarca de la tierra al cielo, mientras extraños sonidos cruzan el aire y seiscientos mil indos llegados de todos los ámbitos del país se tienden de bruces en el suelo e invocan los espíritus de sus antepasados (133).

La racionalista filiación de Jacolliot nos asegura que no dice en su obra ni más ni menos de lo que vio por sí mismo, y así lo corroboran otros escépticos. En cambio, los misioneros, después de pasar media vida en el país del “culto diabólico”, como llaman a la India, o bien niegan maliciosamente cuanto no les conviene, aunque les conste su certeza, o bien atribuyen ridículamente al “diablo” la operación de fenómenos más prodigiosos todavía que los “milagros” de la época de los apóstoles.

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