Capítulo 41
MÉDIUMS Y SANTOS
Fácilmente se infiere de cuanto llevamos dicho, que la única diferencia esencial entre los médiums y los santos está en la relativa utilidad de los demonios, si así pueden llamarse, pues mientras el demonio apoya fielmente al exorcista cristiano en su ortodoxas opiniones, las entidades espíritas dejan a su médium en el atolladero, porque al mentir van contra sus propios intereses, ya que suscitan sospechas sobre la legitimidad de las comunicaciones. Si las entidades espíritas fuesen diablos, demostrarían algo más talento y astucia, e imitarían a los demonios del santo, que, forzados por éste merced a la eficacia “del nombre que les reduce a la obediencia”, mienten de conformidad con el interés personal del exorcista y su comunión religiosa. Dejamos al sagaz juicio del lector la ejemplaridad de esta comparación.
Dice sobre esto Des Mousseaux:
Conviene advertir que algunos demonios dicen a veces la verdad. El exorcista debe ordenar al demonio que le diga si está retenido por arte mágica o por signos u objetos especiales en el cuerpo del endemoniado. Si el poseído se ha tragado estos objetos ha de vomitarlos, y si no, indicar el sitio en donde están para quemarlos (41).
...Así descubren algunos demonios que hay embrujamiento y delatan al autor e indican los medios de romper el maleficio. Pero guardaos de recurrir en semejantes casos a magos, hechiceros o médiums, sino tan sólo a un sacerdote de vuestra Iglesia que, como podéis ver, cree en la magia desde el momento en que tan explícitamente la declara. Y cuantos no creen en la magia ¿cómo han de compartir la fe de la Iglesia? Nadie puede aleccionarles mejor que aquellos a quienes cristo dijo: “Id y enseñad a todas las gentes... Con vosotros estaré hasta el fin” (42).
Pero no hemos de creer que Jesús dirigiera estas palabras tan sólo a quienes visten las negras o purpúreas libreas de Roma, pues entonces resultaría la incongruencia de que Cristo confiriese, por ejemplo, este poder a San Simeón el Estilita (43) con el único objeto de que sanase a un dragón, o bien a San Francisco de Asís para que predicase a los pájaros (44). Estos dos episodios, entresacados sin rebusca de centenares de otros análogos, aventajan en patrañería a las más extravagantes consejas relativas a los teurgos paganos, magos y espiritistas. Sin embargo, la mayoría de católicos diputarán por impostura que Pitágoras domesticara animales salvajes con sólo su hipnótica influencia (45), mientras que admiten sin reparo cuantas fábulas inventaron piadosamente los hagiógrafos.
Pero si se objeta que la Iglesia no tiene por artículo de fe cuanto aparece en la Leyenda de Oro, cuyo compilador aprovechó para ello vidas apócrifas de santos (46), redargüiremos negando valor a la objeción, por lo menos en los casos que hemos referido; pues San Benito floreció en el siglo XII y Santo Domingo en el primer cuarto del XIII, por lo que fue casi coetáneo de Veragine, compilador de la Leyenda y vicario general de la orden dominica, que murió en 1298, y tuvo por lo tanto a mano recientes y sobrados testimonios de los sucesos de la vida del fundador de su orden. No obstante, en algunos pasajes (47) demuestra escasa escrupulosidad de comprobación y poquísimo respeto a la verdad, que tampoco tuvo muy en cuenta la Iglesia al aprobar el libro y atribuirle especial virtud de santidad, cuando la quintaesencia del Decamerón de Bocaccio resulta gazmoñería en comparación del nauseabundo naturalismo de la Leyenda de Oro.