Capítulo 129
CURIOSAS TERGIVERSACIONES
Tan vacilantes andaban los piadosos Padres de la Iglesia en el análisis de las herejías, que Hipólito tomó por el de un heresiarca el nombre de Kol-Arbas con que los valentinianos designaban la sagrada Tetrada pitagórica (187).
Aparte de estos involuntarios errores, tenemos las deliberadas adulteraciones de las doctrinas ajenas. Ejemplo de ello nos dan: la conversión de la mitológica aura placida (brisa suave) en dos supuestas mártires cristianas Aura y Plácida (188); la santificación de una lanza y de una capa bajo los nombres de San Longinos y San Amfíbolo (189); y las citas erróneamente anotadas por los Padres de la Iglesia referentes a profetas que jamás dijeron lo que en ellas se les atribuye. Ante semejantes confusiones cabe preguntar con asombro si desde la muerte del insigne Maestro ha sido la teología cristiana algo más que un delirio incoherente.
La malicia de los Padres de la Iglesia en su afán de combatir herejías, llega al extremo de sostener sin rebozo las más descabelladas falsedades e inventar relatos enteros con propósito de cohonestarlas a los ojos de los ignorantes. La donosa confusión de Hipólito al tomar por un heresiarca el nombre de la Tetrada, diciendo que Kolorbaso explicaba su doctrina con números y medidas (190), no hubiera tenido otra consecuencia que la ridiculez del error, de no insistir después Epifanio (191) deliberadamente en mantenerlo, al afirmar contra su íntimo sentir que “un tal Heracleón sucedió al heresiarca Colorbaso” (192).
Estos solapados procedimientos acabaron con los gnósticos, únicos que poseían algunas migajas del puro cristianismo primitivo. En la época de los Padres todo fue tumulto y embrollo hasta el momento en que la definición de los dogmas cortó el vuelo a toda discutible discrepancia de opiniones. Durante largos siglos se castigó con severas penas, incluso a veces la de muerte, la sustentación de doctrinas contrarias a las definidas dogmáticamente por la Iglesia, encubriéndolas bajo velo de misterio; pero desde que los exégetas se resolvieron a poner cada cosa en su punto, quedó invertida la situación de ambas partes, de modo que los despojados paganos acuden en demanda de lo que se les usurpara y dan motivo para recelar de la ruidosa quiebra de la teología cristiana. A esto la condujo el fanatismo de la secta sedicente ortodoxa, cuyos secuaces no fueron ni los “más corteses ni los más cultos ni los más ricos de entre los cristianos”, como de los gnósticos asegura que fueron el autor de la Decadencia y caída del imperio romano. Los gnósticos no se mancharon con la sangre de quienes discrepaban de su opinión. Sin embargo, tampoco creemos exacto el juicio de Renán cuando dice que todos los ortodoxos echaban olor de ajo. De esta suerte quedaron los gnósticos arrollados por las supersticiosas e ignorantes muchedumbres. Perecieron los amantes de la verdad, los filaleteos de la escuela armónica, y las vociferaciones de las turbas cristianas resonaron en los mismos lugares donde la sabia doncella Hipatia enseñó sublimes filosofías y declaró Amonio Saccas que el propósito de Cristo había sido restaurar en su prístina pureza la sabiduría antigua y eliminar de las religiones confesionales los errores con que la superstición las adulteraba (193). En vez de la voz del aleccionado por Dios, se oían los iracundos chillidos del cruel fanatismo supersticioso.